lunes, 27 de agosto de 2012

Una cueva para el clan

La caza del día anterior había resultado extraordinaria. Broud había cumplido con su cometido en el grupo y había demostrado facultades para ser el digno sucesor de su padre, como jefe del clan. Todo estaba preparado para la ceremonia de la nueva cueva. Los tótems de los miembros del clan habían demostrado estar a favor con la cacería.
Brun, el jefe de la tribu, hizo una seña a Grod, quien avanzó con digna lentitud  y de su cuerno de uro sacó un carbón encendido. Era el carbón más importante de todo el linaje de carbones iniciado con el fuego prendido en los escombros de la vieja cueva. Una continuación de aquel fuego simbolizaba la continuación de la vida del clan. Encender ese fuego en la entrada significaba reclamar la cueva para ellos, su elección como lugar de residencia del clan.
El fuego controlado era un artificio creado por el hombre, esencial para la vida  en un clima frío. Incluso el humo poseía propiedades benéficas (…) Se llevaría  consigo cualesquiera fuerzas invisibles que pudieran serles nefastas (…)
Encender el fuego era un rito suficiente para purificar la cueva y reclamarlo para sí, pero había otros muchos ritos que se celebraban al mismo tiempo y que habían llegado casi a ser considerados como parte de la ceremonia de la cueva. Uno de ellos era familiarizar a los espíritus de sus tótems protectores con su nuevo hogar, cosa que solía llevar a cabo Mog-ur acompañado exclusivamente de miembros varones.
Novela de Jean M. Auel
La cacería coronada con éxito demostró por sí sola que sus tótems aprobaban el lugar, y el banquete confirmaba su intención de convertirlo en hogar permanente, aun cuando en ocasiones el clan podría ausentarse durante largos periodos en determinadas épocas. También los espíritus totémicos viajaban, pero mientras los miembros del clan tuvieran sus amuletos, sus tótems podrían seguirles la pista desde la cueva y acudir adonde fuera necesario.
Mo-gur, generalmente después de haber consultado con Brun, decidía cómo se desarrollarían las diferentes partes para constituir la celebración total. Aquella ceremonia comprendería la ceremonia de virilidad de Broud, además de otra para nombrar los tótems de ciertos niños (…)
Desde el principio, Broud se encargó de dirigir la danza. Había sido él quien  cobrara la pieza en la cacería y era su noche. Experimentaba las emociones de los demás, sentía cómo las mujeres se estremecían de temor, y él respondía con una actuación más apasionadamente intensa (…) Mo-gur, observando desde el otro lado de la hoguera, no se sintió menos impresionado: “el muchacho lo hizo bien – pensó el mago, dando la vuelta alrededor del fuego-, se ha ganado la marca de su tótem”.
El salto final del joven le situó directamente frente al poderoso hombre de la magia(…) El viejo mago y el joven cazador estaban frente a frente. También Mog-ur sabía desempeñar su papel. Su figura voluminosa y torcida, cubierta de una piel de oso, se recortaba sobre el fuego llameante. Su rostro, pintado de ocre, estaba sombreado por su propia estructura, haciendo que sus rasgos constituyeran un borrón indefinible con el ojo asimétrico y ominoso de un demonio sobrenatural.
(…) Broud jadeaba con los ojos brillantes, en parte por el cansancio de la danza y en parte por la tensión y el orgullo, pero más aún por un temor creciente, inquietante.
Sabía lo que vendría después. Era hora de que Mog-ur le esculpiera la marca de su tótem en la carne. No había querido pensar en ello pero ahora que había llegado el momento. Broud sentía que su temor era de algo más que del dolor; el mago proyectaba un aura que inundaba al joven de un temor mucho más grande.
Estaba caminando por la orilla del mundo de los espíritus: el lugar que albergaba seres muchísimo más aterradores que el gigantesco bisonte. Pero las fuerzas invisibles, y sin embargo, más poderosas, que podrían hacer temblar la tierra, eran algo totalmente distinto. Broud no era el único de los presentes que trataba de disimular un escalofrío. Sólo los hombres santos, los mog-ures, se atrevían  a adentrarse en ese plan insustancial, y el joven supersticioso deseaba que éste, el más grande entre todos los mog-ures, se apresurara y terminara pronto la prueba.
Como respuesta a la silenciosa súplica de Broud, el mago alzó el brazo y fijó la mirada en la luna creciente. Entonces, con movimientos suaves, comenzó una invocación apasionada; pero su auditorio no era el clan hipnotizado que le observaba; su elocuencia se dirigía al mundo  etéreo, aun cuando no menos real, de los espíritus; y sus movimientos eran elocuentes. Resultaba más expresivo con su único brazo que la mayoría de los hombres con dos. Cuando terminó, los miembros del clan eran conscientes de que se encontraban rodeados por la esencia de sus tótems protectores y un sinnúmero de espíritus desconocidos, y el escalofrío de Broud se convirtió en un tiritar irrefrenable.
Entonces, rápidamente, tan velozmente que unas cuantas gargantas se quedaron sin resuello, el mago hizo surgir de repente un afilado cuchillo de piedra de uno de los pliegues de su manto, y lo sostuvo muy por encima de su cabeza. Bajó raudo el agudo instrumento, hundiéndolo casi en el pecho de Broud: pero, en un movimiento perfectamente controlado, Mog-ur se abstuvo de una penetración fatal; en cambio, con rápidos trozos, labró en la carne del joven dos líneas, ambas curvas y en la misma dirección, uniéndolas en un punto que parecía el extremo del cuerno de un rinoceronte. La marca anunciaba a cuantos la vieran  que Broud era un hombre; un hombre que estaría siempre bajo la protección del Espíritu del formidable, impredecible Rinoceronte Lanudo.
Fuente: Jean M. Auel, El clan del oso cavernario.


Aplicación didáctica:
Curso: 1º ESO.
Tema: La Prehistoria. 

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