Litvinov enseguida reconoció que eran rusos, aunque todos ellos hablaban en francés... porque sabían hablar francés. Los trajes de las señoras se distinguían por su rebuscada elegancia; los caballeros llevaban levitas nuevas y flamantes, pero ceñidas y estrechas, lo que no es del todo corriente en nuestros tiempos; pantalones grises con pintas y unos sombreros de ciudad muy brillantes. Una corbata negra de lazo ceñía fuertemente el cuello de cada uno de estos caballeros, y todo su exterior revelaba algo militar. En efecto, eran militares. Litvinov se había encontrado con una excursión de jóvenes generales, personajes de la alta sociedad y de gran prestigio. Su importancia se advertía en todo: en su desenvoltura contenida, en sus sonrisas majestuosamente amables, en la distracción contenida de sus miradas, en su delicada manera de alzar los hombros, de balancear la cintura y combar las rodillas; se advertía en el mismo sonido de la voz, como si dieran las gracias con amabilidad y repugnancia a una multitud de subordinados. Todos estos militares estaban perfectamente atildados, afeitados, impregnados de un perfume verdaderamente cortesano y del regimiento, mezclado con el humo de magníficos cigarros y de extraordinario pachulí. Las manos de todos eran aristocráticas, grandes, blancas, con uñas fuertes como el marfil; el bigote de todos brillaba, los dientes centelleaban y una fina piel daba un tono sonrosado a las mejillas y azulado a las barbillas. Algunos de los jóvenes generales eran joviales, otros pensativos; pero todos tenían un sello de excelente decoro.
I. Turguenev, Humo [1867], Madrid, Espasa Calpe, 1974
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