sábado, 16 de noviembre de 2013

El bosque escandinavo

Suecia.
Fuente: Wikipedia
Suecia es un país muy vasto, muy grande. En su parte central es muy llano, con ondulaciones insignificantes. Hay que subir muy al norte para encontrar montañas de un cierto respeto. Sobre estas suaves ondulaciones se produce una prodigiosa riqueza forestal de abetos y abedules. Durante centenares de kilómetros, el bosque domina los cuatro puntos cardinales –el bosque, los lagos de distintos tamaños y los cursos de agua–. Parece un bosque solitario por el desequilibrio demográfico, es decir, porque en Suecia, como en Noruega y Finlandia, hay muy poca gente en relación con su extensión superficial. Sobre las dimensiones de Suecia, la proliferación forestal, que crea espacios de centenares y centenares de kilómetros cuadrados ininterrumpidos, produce una gran impresión. La produce sobre todo a los habitantes de los países del sur, que llevan tantos siglos arrasados –países de montañas peladas, de tierras erosionadas hasta el hueso mineral, de un aspecto raquítico y escuálido–. A mí, los árboles me gustan y no concibo que se pueda vivir sin árboles al alcance. Es por eso por lo que el bosque escandinavo, a pesar de la monotonía que produce el abeto a tales dosis, tiene una fascinación considerable. En estos bosques, la espesura arbórea es muy grande. Los árboles crecen juntos, y así, cuando es posible ver un bosque por encima (desde una ondulación del terreno, por ejemplo), se observa que su altura es igualada y uniforme, de manera que el paisaje aparece como una fabulosa sucesión de paquetes de árboles bien empaquetados, de un verde grueso y oscuro de una densidad de espesura tan compacta que no cabe imaginar que pueda penetrar el sol. Es un bosque que tiene, en las estaciones de más horas de luz, en verano y a pleno día, una claridad de gruta, irreal, de fantasmagoría. El suelo, muy rico en humores y detritus vegetales, tiene una botánica parasitaria de un verdor muy ligero, muy tenue, acuático, ondulante y lírico. A primera vista, el bosque parece una jungla, es decir, una botánica puesta en un ambiente favorable y dejada en libertad. Pero luego resulta que es todo lo contrario. Es un bosque permanentemente bien compuesto y en definitiva industrializado. Su espesura nunca está dominada por árboles corpulentos, sino por árboles muy iguales, sujetos a talas con una periodicidad científica, conocida e indefectible. Dentro de los bosques, pues,
hay siempre hombres que trabajan. Los árboles, una vez cortados son llevados a las serrerías o a las fábricas de celulosa o de pasta de papel por vía generalmente fluvial. Es un transporte muy seguro y barato, porque el personal que a él se dedica –es un oficio antiquísimo– es muy experto y de una experiencia probada. La reserva forestal de Suecia se eleva a diez millones de árboles, que representan cincuenta mil millones de pies cúbicos de madera de excelente calidad, y ha originado –como en general la escandinava– inmensas cantidades de riquezas y de bienestar a través de las industrias de la madera. La Suecia central está, pues, cubierta de bosques, que se proyectan sobre extensiones que a nosotros, meridionales, poco habituados a la densidad arbórea, nos parecen inacabables. El viaje de Oslo a Estocolmo, en el tren que atraviesa la Suecia central, no es más que esto: un bosque de abetos y de abedules raramente interrumpido y atravesado de ríos y arroyos y por lagos de todos los tamaños. Quizá sea algo monótono y de imágenes inevitablemente repetidas, pero da acceso a la esencia misma del mundo escandinavo. 
J. Pla, Cartas de lejos, 1947.

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