sábado, 6 de julio de 2013

La alta sociedad rusa

Litvinov enseguida reconoció que eran rusos, aunque todos ellos hablaban en francés... porque sabían hablar francés. Los trajes de las señoras se distinguían por su rebuscada elegancia; los caballeros llevaban levitas nuevas y flamantes, pero ceñidas y estrechas, lo que no es del todo corriente en nuestros tiempos; pantalones grises con pintas y unos sombreros de ciudad muy brillantes. Una corbata negra de lazo ceñía fuertemente el cuello de cada uno de estos caballeros, y todo su exterior revelaba algo militar. En efecto, eran militares. Litvinov se había encontrado con una excursión de jóvenes generales, personajes de la alta sociedad y de gran prestigio. Su importancia se advertía en todo: en su desenvoltura contenida, en sus sonrisas majestuosamente amables, en la distracción contenida de sus miradas, en su delicada manera de alzar los hombros, de balancear la cintura y combar las rodillas; se advertía en el mismo sonido de la voz, como si dieran las gracias con amabilidad y repugnancia a una multitud de subordinados. Todos estos militares estaban perfectamente atildados, afeitados, impregnados de un perfume verdaderamente cortesano y del regimiento, mezclado con el humo de magníficos cigarros y de extraordinario pachulí. Las manos de todos eran aristocráticas, grandes, blancas, con uñas fuertes como el marfil; el bigote de todos brillaba, los dientes centelleaban y una fina piel daba un tono sonrosado a las mejillas y azulado a las barbillas. Algunos de los jóvenes generales eran joviales, otros pensativos; pero todos tenían un sello de excelente decoro.
I. Turguenev, Humo [1867], Madrid, Espasa Calpe, 1974

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